Resumen Latinoamericano, 1 julio 2016.- Hay
veces que a los comunicadores populares nos cuesta escribir. Más aún,
diría que nos indigna hacerlo, sabiendo que nuestras palabras rebotarán
en grandes sentimientos de indiferencia. Sin embargo, me siento obligado
a opinar sobre una nueva tragedia sucedida en Palestina. La noticia de
la que quiero hablarles relata una verdadera tragedia, como tantas de
las que desde hace casi siete décadas vienen sucediendo en los
territorios ocupados por Israel.
Un
adolescente palestino de 17 años, Muhammad Nasser Tarayra, al parecer
se habría introducido en un asentamiento ilegal de Kiryat Arba, en las
afueras de Hebrón, y después de entrar en una de las cómodas viviendas
que casi siempre poseen los colonos ocupantes, habría acuchillado en su
dormitorio a otra adolescente de 13 años, Hallel Yafa Ariel. La niña
murió poco después en el hospital adonde había sido trasladada, y el
adolescente palestino fue abatido a tiros, como se acostumbra en estos
casos, tenga o no tenga un cuchillo en sus manos.
Esos
son los hechos contados en frío por las agencias internacionales, que
no dudan en designar al jovencito Tarayra como un “peligroso terrorista”
y a la niña judía-estadounidense como la “víctima de un asesinato
vicioso”, según acotara en su particular estilo el primer ministro
sionista Benjamín Netanyahu.
Sin
ninguna duda es un horror que dos adolescentes que podrían estar
noviando, riéndose en algún bar o yendo como buenos amigos a un cine o
una discoteca, hayan estado metidos, ambos, en una situación de la que
ninguno de los dos son totalmente responsables.
Hay
otros detalles que no cuentan los medios y mucho menos si son israelíes
o fieles a sus matrices de opinión. El joven Tarayra vivía en Bani
Naim, Hebrón, y eso ya significa mucho en este conflicto donde la
brutalidad de un ejército ocupante se une con la provocación, muchas
veces asesina de los colonos y colonas sionistas. Hebrón es, como Gaza,
una verdadera cárcel a cielo abierto, con la diferencia de que a pesar
de todas las bombas lanzadas y la destrucción generada sobre el pueblo
gazatí, allí por lo menos, los pobladores no se cruzan a diario con los
uniformes del ejército israelí. En cambio, en Hebrón, los habitantes
palestinos de ese poblado viven en crispación permanente ya que adultos
y jóvenes colonos no cesan de atacarlos, provocarlos, humillarlos.
Tanto es así, que desde los pisos altos de sus departamentos no cesan de
arrojar sus excrementos, botellas, piedras, hierros y todo tipo de
objetos punzantes contra la parte baja de las casas de sus vecinos
palestinos. Estos han tenido que rodearse por completo de rejas
laterales e incluso techos alambrados para que sus niños y niñas no sean
alcanzados por todo lo que lanzan coléricos colonos que repiten como
una letanía: “árabes hijos de puta”, “los vamos a matar”, “váyanse”.
Cuando
los niños de Hebrón salen hacia las escuelas de la zona, o cuando las y
los adolescentes palestinos hacen lo mismo hacia la Universidad, deben
hacerlo rodeados de sus familiares adultos para protegerlos de los
ataques a golpes que producen verdaderas patotas de jóvenes sionistas.
Lo mismo ocurre cuando por la tarde vuelven ellos y ellas de sus
actividades. Mientras tanto, los soldados ríen o aplauden a sus colonos.
y otros, no dudan en sumarse a golpear o detener a los palestinos que
optan por rebelarse frente a tantas injurias y violencia cotidiana.
Estos
ataques, es necesario recordarlo, ocurren los 365 días del año, lo he
visto con mis propios ojos cuando tuve la oportunidad de visitar esa
tierra tan sacrificada pero a la vez tan resistente. Hay decenas de
vídeos en las redes que muestran con lujo de detalles estos hechos y la
impunidad con que se producen.
¿Cómo
creen que pueden estar los ánimos de quienes viven en ese marco? ¿Cuál
sería nuestro propio comportamiento, no ceso de preguntarme, si nos
ocurriera algo así en nuestro barrio, o en nuestras ciudades? No una
vez, no dos, sino cientos, miles de días. Es difícil poder responder a
esto desde la distancia, pero sin dudas son situaciones límites
provocadas por algo que a esta altura es innegable. Se trata de un
territorio invadido, martirizado, y abandonado a su suerte por la
hipocresía de la comunidad internacional.
Pero
hay algo más, y lo digo desde el dolor de imaginarme la visión de ambos
cadáveres de dos chicos destrozados por una violencia que comenzó en
1948 con la Naqba (la catástrofe) y se ha extendido durante 68 años,
generada por los halcones israelíes. Como ocurre habitualmente en estos
casos, haya muertos o no, numerosos efectivos del ejército acordonaron
la ciudad natal del joven palestino Tarayra, le quitaron los permisos
de trabajo a los miembros de su familia y las topadoras procedieron a
demoler la casa en donde habitaba con sus padres y tíos.
Desde
Tel Aviv, Netanyahu amenazaba a la Autoridad Palestina para que condene
inmediatamente “el crimen producido por uno de sus seguidores”, y
advertía "al mundo para que presionen a los incitadores de estos
crímenes contra nuestros ciudadanos”. Lo que no dijo el premier sionista
es que desde octubre hasta la actualidad sus fuerzas militares ya han
asesinado a 220 palestinos, ni que fue precisamente en ese mes cuando
comenzó esta nueva oleada de rebeldía y desesperación de palestinos y
palestinas, al ver que la Mezquita de Al Aqsa era ocupada por colonos y
judíos ortodoxos en una provocación de gran magnitud, algo que volvió a
repetirse días atrás durante el Ramadán. Ni tampoco el jefe israelí le
cuenta al mundo, que como bien señalan organizaciones de derechos
humanos palestinas e israelíes, gran parte de los muertos palestinos
sucedieron a consecuencia del estado de venganza, revanchismo, odio y
crisis nerviosa en que están las tropas israelíes que pisan con
prepotencia un territorio que no les corresponde.
Organizaciones no gubernamentales israelíes como B’Tselem
y Médicos por los Derechos Humanos han denunciado que en múltiples
ocasiones los soldados han baleado a jóvenes desarmados “por prevención o
por miedo”, y que las medidas punitivas encaradas por el gobierno
sionista se han convertido en un “castigo colectivo” y “venganza
sancionada por la propia Corte israelí”, en clara violación del derecho
internacional.
Por
otro lado, es verdad que muchos jóvenes palestinos, desesperados por la
situación de opresión que viven, hartos de la agresión física y
psicológica que los abarca tanto a ellos como a sus familias,
conmocionados por estar separados por un muro gigantesco que cada vez se
extiende por su territorio, golpeados por la falta de trabajo y de
expectativas a futuro, o por tener a muchos de sus amigos, padres y
hermanos en cárceles-tumbas por decenas de años, o por el sentimiento de
que muchos de sus dirigentes no están a la altura de las circunstancias
o directamente han traicionado sus reclamos históricos, un buen día
toman la decisión de jugarse el todo por el todo en acciones espontáneas
y solitarias, en las que en la gran mayoría de los casos mueren en el
intento.
Mientras
esto ocurre, y los cadáveres de Tarayra y Hallel hoy son llorados por
sus respectivos familiares, en Tel Aviv los jerarcas sionistas con
Netanyahu y Avigdor Lieberman a la cabeza siguen prometiendo más y más
violencia. Otros chicos y chicas como Hallel, son educados en la idea
que esos que están en la Palestina ocupada son el “enemigo” y muy
pronto, cuando esos niños crezcan portarán un fusil, serán alistados en
el ejército y se lanzarán a cazar a otros jóvenes como ellos, a
ocuparles sus casas, a destruir sus olivares, a matar a los
sospechosos.
Una
última pregunta: ¿No habrá llegado el momento que una parte de la
sociedad israelí no ganada por la ideología del terror de sus
gobernantes, se decida a ponerse de pie y enfrenten a aquellos que están
dispuestos a que Tarayra y Hallel se sigan multiplicando por diez, por
cien, por mil, para toda la vida?
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