Desde que el mundo es mundo sucede una batalla entre los poseedores y los pobres de la tierra, entre los expropiadores y los despojados. Esta lucha perenne, desde antes de la historia ser historia, adquiere diversas características. Unas veces es encubierta, otras es evidente, pero siempre sin paz, siempre presente la violencia en diversas formas. Unas veces es personal, se escenifica en pequeños espacios, quizá la familia, o el barrio, el trabajo, y otras veces se hace política, son los momentos históricos cuando la disputa por el poder entra en la contienda.
Las clases dominantes, los capitalistas, evitan que el malestar de su explotación desborde los límites de lo individual, se haga político, dispute el poder de conducir a la sociedad. Todo lo toleran menos que su sistema cruel productor de todos los males quede en evidencia, o que alguien se atreva a decir la verdad del capitalismo creador de miseria, de la guerra de todos contra todos; el que se atreva a pedir otro mundo, de verdadera paz, de felicidad, de armonía, de fraternidad y deje sentado que el sueño no es posible dentro del capitalismo, ese es señalado como enemigo, y todas las fuerzas del sistema lo apuntan.
Pero ¿cómo el sistema capitalista detecta a sus enemigos, cuál es la señal que les dispara las alarmas? Las señales son dos. Una, el llamado a la fraternidad, a la paz verdadera, a vivir en felicidad, a que nos amemos los unos a los otros. Cuando el llamado es sincero, cuando no es hipócrita, cuando la existencia y el discurso son coherentes se gana la atención del sistema. Ahora bien, cuando se arenga que no es posible ese mundo fraterno en tanto la propiedad de los medios de producción, las fuerzas productivas, sean propiedad de una fracción y no de la sociedad toda, en ese momento surge la segunda señal, el cambio espiritual se une al cambio en la propiedad y eso no lo tolera el capitalismo. El que así predique es considerado enemigo numero uno, alto peligro.
Cuando surge un líder, un caudillo, un Mesías capaz de impulsar el sermón, de darle concreción, la idea adquiere fuerza volcánica, crece en el alma de los pobre de la tierra, los transforma en fuerza política, el espíritu social prefigura el Edén del futuro. El mundo todo es movido por la sociedad donde ocurre el aparecimiento, la fuerza se irradia a todo el planeta.
Ese milagro, ya lo había detectado Fidel, es Chávez.
El pragmatismo, que lo sucede rompió las señales, regresó la propiedad capitalista, lesionó la espiritualidad que sólo yace en lo social. El sermón se transformó en perorata, la intención se hizo evidente, se perdió el hechizo, la batalla entre poseedores y desposeídos volvió a lo personal, el arrebatón sustituyó a la acción política.
El sistema capitalista hoy goza de buena salud, no está cuestionado, la batalla ahora se escenifica en las bajas entrañas de la sociedad, en lo mezquino, la batalla perdió la grandeza de Chávez.
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