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(Caracas, 28 de octubre – Noticias24).- La génesis del
periodismo es la verdad, pero con la revolución cultural del periodismo
que se dio en el siglo XX surgieron algunas licencias que según Carlos Prieto constituyen “mentiras que hirieron grande” a la profesión de la libreta y la grabadora. Si quieres conocer cuáles y de qué van estas mentiras te invitamos a disfrutar del artículo completo.
Que ‘Frank Sinatra está resfriado’ es un artículo icónico no lo duda ni el mayor enemigo de Gay Talese. ‘Esquire’ encargó a Talese un perfil sobre el cantante en 1956. El escritor viajó a Los Ángeles, pero Sinatra no quiso hablar con él, así que pasó varias semanas siguiendo el rastro del ‘crooner’, merodeando, entrevistando a decenas y decenas de miembros de su innumerable séquito. El resultado hizo historia.
Taschen dedica ahora un volumen fetichista a la intrahistoria del artículo. Volumen que blindará para siempre el prestigio cultural de Talese. El problema es que la mitificación de los gigantes del Nuevo Periodismo estadounidense tiende a pasar por alto excesos literarios que merecen, al menos, una reflexión.
A falta de las palabras de Sinatra, Talese dio el do de pecho en la descripción de escenas protagonizadas por un cantante que no paraba quieto: del casino al estudio de grabación y de la farra nocturna al descanso del guerrero.
Ocurre que Talese nunca estuvo exactamente allí. No ya es que no hablara nunca con Sinatra, es que apenas le vio dos veces… y de lejos. El escritor recreaba las escenas -diálogos de Sinatra incluidos- a partir de la descripciones del entorno de Sinatra. Marcos Giralt explica así la paradoja del testigo directo ausente en un artículo en El País: “Todo lo demás era cierto, o al menos aproximadamente cierto, salvo por el detalle de que él no lo había presenciado. Un detalle nimio, ya que, aunque la impresión del lector sea la contraria, en ninguna frase afirmaba haberlo hecho”.
Ocurre que la manera más justa de tratar este asunto quizá sea la contraria: el escritor no avisó al lector de que no estaba allí. Talese no mintió, cierto, pero tampoco dijo toda la verdad. Cuando uno lee ‘Frank Sinatra está resfriado’ imagina a Talese como sombra de Sinatra. Que Talese no alertara de las circunstancias exactas del reportaje, quizá no sea grave, pero tampoco es “nimio”.
Talese no mintió, pero tampoco dijo toda la verdadEn otras palabras: si yo mañana escribiera una crónica presencial sobre un sarao al que no he ido, el capón que me daría mi jefe no sería precisamente nimio. Pero claro, yo no soy un nuevo periodista: por lo que sea -no está claro del todo el por qué- los reporteros de periódicos viven bajo normas menos flexibles y alegres que los periodistas literarios.
Los niños mimados
El problema de fondo es que la leyenda del Nuevo Periodismo es tan profunda que sus luces –que no son precisamente pocas- tapan con frecuencia a sus sombras. Hipótesis: Quizá tratamos con excesiva condescendencia y benevolencia a los nuevos periodistas por haber protagonizado la mayor revolución cultural del periodismo en el siglo XX.
Dice el tópico que la mayor aportación del Nuevo Periodismo fue incorporar las técnicas literarias al reporterismo, lo que multiplicó las maneras de contar la realidad. Hasta ahí todo bien: ningún problema en recurrir a diálogos, flashbacks, chistes y enfoques pop para burlar el acartonamiento periodístico.
Ahora bien: ¿qué ocurre cuando el concepto “técnica literaria” incluye, ¡ay!, la fabulación pura y dura? Que no hablamos de periodismo, sino de literatura.
Se ha contado hasta la saciedad que Truman Capote reinventó el reporterismo con A sangre fría, basado en la investigación de un crimen real. De lo que se ha hablado bastante menos es de los problemas de Capote para ceñirse a los hechos en más de una ocasión: El final de A sangre fría, por ejemplo, salió de la imaginación del escritor. Y hay más: el Sunday Times desveló hace años que el “caso real” que Capote investigó en otro de sus textos, Ataúdes tallados a mano, sobre una serie de asesinatos en una pequeña población estadounidense, fue inventado en gran parte por el escritor.
La tendencia al adorno y a la fabulación afectaba también a los pioneros del Nuevo Periodismo. Como le ocurrió a Richard Kapuscinski hace unos años, la leyenda de Joseph Mitchell -icono del periodismo estadounidense del siglo XX gracias a sus perfiles de gente corriente para ‘The New Yorker’- ha quedado maltrecha por una biografía reciente: ‘Man in profile. Joseph Mitchell of The New Yorker’ (Thomas Kunkel, Random House, 2015).
“El libro revela que el cronista de Nueva York cruzó el límite de la no ficción y que se inventaba las cosas cuando la realidad estropeaba sus cuadros preciosistas. El reportero de ‘The New Yorker’ publicó en 1945 la historia del viejo Flood, un contratista de demoliciones retirado que, con 95 años, iba a comer pescado al mercado de pescadores de Fulton y bebía whisky. Flood no existía: es un ‘composite’, un personaje creado a partir de las historias de muchos otros viejos Flood que Mitchell entrevistó” ha contado Jaime Mora en un artículo del semanal ‘Ahora’.
Mitchell no tuvo problema en admitir dicha argucia literaria en vida. Su biógrafo, de hecho, la justifica en parte: los ‘composite’ eran típicos del periodismo estadounidense de la época. John Hersey tiro de ‘composite’ tanto en ‘Hiroshima’, libro de referencia sobre los supervivientes del holocausto nuclear, como en ‘Joe está en casa’, artículo para ‘Life’ (1943) sobre las peripecias de un soldado con estrés postraumático… que en realidad eran 40 solados diferentes (a los que había entrevistado) reducidos a uno.
El caso es que Mitchell, autor de ese clásico del perfil periodístico llamado El secreto de Joe Gould, tenía tendencia a ajustar la realidad a sus deseos, bien inventando personajes, bien adornando diálogos, según la biografía, que ha causado estupor en ambientes periodísticos estadounidenses.
Mitchell tendía a ajustar la realidad a sus deseos, bien inventando personajes, bien adornando diálogosCada cierto tiempo, por tanto, aparece una nueva biografía que nos da un pequeño susto sobre nuestros periodistas favoritos. Lo que no parece haber es un debate en condiciones sobre la conveniencia periodística de ciertas licencias literarias. O al menos un debate que se deje oír por encima del estruendoso prestigio cultural que rodea a estas figuras.
Un general bajo sospecha
En ‘La banda que escribía torcido’, historia cultural del Nuevo Periodismo escrita por Marc Weingarten, se habla del uso y abuso de los recursos literarios en varias ocasiones. Weingarten cuenta cómo se hizo uno de los reportajes/libros más importantes sobre Vietnam: ‘Despachos de guerra’, de Michael Herr. El periodista, enviado especial de la revista ‘Esquire’, mandó una primera crónica del frente en plena Ofensiva del Tet. Sus jefes quedaron impresionados con el texto, pero el departamento legal no veía clara la última parte: “La conversación entre Herr y el general no identificado, ese que, según había escrito Herr, ‘fue visto… salliendo de la casa de una famosa cortesana en Dalat, montado en su jeep con un subfusil en su regazo’”. La revista preguntó a Herr si podía revelar la identidad del general. Atentos a su explicación:
“El general es ficticio -esperaba que fuera obvio- y está construido a partir de una docena de tipos raros con los que me he encontrado en Vietnam, y sobre todo de un coronel de las Fuerzas Especiales que conocí en el delta, una estudioso del persa y un fanático de cosas como los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven”.
La revista dio el visto bueno al general ficticio. ¿Extraño? No del todo, según Weingarten. “La política de ‘Esquire’ en cuanto a escenas reconstruidas y personajes híbridos había permanecido firme durante aquel periodo en el que los mejores escritores de no ficción estaban realizando reportajes mediante una mezcla de creatividad y documentación objetiva. La aprobación de retratos híbridos era, a grandes rasgos, una cuestión de fe en los propios escritores, además del instinto del personal de edición a la hora de saber si el texto que recibían había salido de la nada. La caracterización compuesta tenía que construirse a partir de las entrevistas y la observación, de no ser así el reportaje se acercaría peligrosamente a una narrativa ficticia”, aclara Weingarten.
La pregunta cae por su propio peso: ¿Recurrir a un general “ficticio” no es acercarse peligrosamente a una narrativa ficticia? ¿Por qué lo llaman no ficción cuando quieren decir sí ficción? Misterios sin resolver. Moraleja: no se trata de linchar a nuestros ídolos periodísticos, que quede claro, sino de ser justos con el lector y no tomarle el pelo.
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