YVKE Mundial/Cubadebate/Noam Chomsky
El establecimiento de vínculos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba ha sido ensalzado en el mundo como un suceso de importancia histórica. El corresponsal John Lee Anderson, quien ha escrito con perspicacia acerca de la región, sintetiza una reacción general entre los intelectuales liberales cuando escribe, en The New Yorker, que:
Barack Obama ha mostrado que puede actuar como estadista de altura histórica. Y también, en este momento, Raúl Castro. Para los cubanos, este momento será emocionalmente catártico e históricamente transformacional. Durante 50 años su relación con su rico y poderoso vecino norteamericano se ha mantenido congelada en la década de 1960. Hasta un grado surrealista, sus destinos también se congelaron. Para los estadunidenses el suceso es importante también. La paz con Cuba nos devuelve momentáneamente a aquella era dorada en la que Estados Unidos era una nación amada en todo el mundo, cuando un joven y apuesto presidente JFK estaba en el cargo… Antes de Vietnam, de Allende, de Iraq y de todas las miserias, y nos permite sentirnos orgullosos de nosotros mismos por hacer lo correcto.
El pasado no es tan idílico como lo retrata la persistente imagen de Camelot. JFK no fue antes de Vietnam o ni siquiera de Allende o Iraq, pero dejemos eso a un lado. En Vietnam, cuando JFK asumió el cargo, la brutalidad del régimen de Diem impuesto por Washington había finalmente provocado una resistencia nacional que no pudo enfrentar. Kennedy se vio confrontado por lo que llamó un asalto desde adentro, agresión interna, según la interesante frase favorecida por su embajador ante la ONU, Adlai Stevenson.
En consecuencia, Kennedy aumentó de inmediato la intervención estadunidense a la escala de una agresión, ordenando a la Fuerza Aérea bombardear Vietnam del Sur (según límites sudvietnamitas, que no engañaban a nadie), autorizando la guerra química y con napalm para destruir cultivos y ganado, y lanzando programas para llevar a los campesinos a virtuales campos de concentración para protegerlos de los guerrilleros, a quienes Washington sabía que la mayoría de ellos apoyaban.
Hacia 1963, los informes desde el terreno parecían indicar que la guerra de Kennedy triunfaba, pero surgió un grave problema. En agosto, la Casa Blanca se enteró de que el gobierno de Diem buscaba negociaciones con el Norte para poner fin al conflicto.
Si JFK tenía la menor intención de retirarse, eso le habría dado una oportunidad perfecta para hacerlo graciosamente, sin costo político, e incluso afirmando, en el estilo acostumbrado, que fue la fortaleza estadunidense y la defensa de la libertad lo que obligó a los norvietnamitas a rendirse. En cambio, Washington respaldó un golpe militar para instalar halcones militares, más apegados a los compromisos reales de JFK; el presidente Diem y su hermano fueron asesinados en el proceso. Con la victoria en apariencia a la vista, Kennedy aceptó a regañadientes una propuesta del secretario de Defensa Robert McNamara de comenzar el retiro de tropas (NSAM 263), pero con una condición crucial: después de la victoria. Kennedy mantuvo con insistencia esa demanda hasta su asesinato, unas semanas después. Muchas ilusiones se han tejido en torno a esos sucesos, pero se derrumban con rapidez ante el peso del rico registro documental.
La historia en otras partes no fue tan idílica como las leyendas de Camelot. Una de las decisiones de Kennedy que tuvieron mayores consecuencias se dio en 1962, cuando cambió en los hechos la misión de los militares latinoamericanos de la defensa hemisférica –remanente de la Segunda Guerra Mundial– a la seguridad interna, eufemismo para nombrar la guerra contra el enemigo interno, la población. Los resultados fueron descritos por Charles Maechling, quien dirigió la contrainsurgencia estadounidense y la planeación de la defensa interior de 1961 a 1966.
La decisión de Kennedy, escribió, llevó la política estadunidense de la tolerancia a la rapacidad y crueldad de los militares latinoamericanos a la complicidad directa en sus crímenes, al apoyo de los métodos de los escuadrones de exterminio de Heinrich Himmler. Quienes no prefieren lo que el especialista en relaciones internacionales Michael Glennon llamó ignorancia intencional pueden con facilidad aportar los detalles.
En Cuba, Kennedy heredó la política de Eisenhower de bloqueo y planes formales de derrocar al régimen, y con rapidez los intensificó con la invasión de Bahía de Cochinos. El fracaso de la incursión causó algo cercano a la histeria en Washington. En la primera reunión de gabinete después de la fallida invasión, la atmósfera era casi salvaje, observó en privado el subsecretario de Estado Chester Bowles: Hubo una reacción casi frenética a un programa de acción. Kennedy expresó la histeria en sus declaraciones públicas: “Las sociedades complacientes y blandas están a punto de ser eliminadas junto con los desechos de la historia. Sólo los fuertes… tienen la posibilidad de sobrevivir”, dijo a la nación, aunque estaba consciente, según admitió en privado, de que los aliados creen que estamos un poco dementes por el tema de Cuba. No sin razón.
Las acciones de Kennedy eran acordes con sus palabras. Lanzó una campaña terrorista asesina, diseñada para llevar los terrores de la Tierra a Cuba, según la frase de su consejero, el historiador Arthur Schlesinger, en referencia al proyecto asignado por el presidente a su hermano Robert como su más alta prioridad. Aparte de dar muerte a miles de personas junto con una destrucción en gran escala, los terrores de la Tierra fueron un factor principal en poner al mundo al borde de una guerra mundial terminal, como revela un estudio reciente. El gobierno reanudó los ataques terroristas tan pronto como la crisis de los misiles se desactivó.
Una forma común de evadir los temas desagradables es limitarse a las conjuras de la CIA para asesinar a Castro, ridiculizar su absurdo. Existieron, sí, pero fueron apenas un pie de página a la guerra terrorista lanzada por los hermanos Kennedy luego del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos, guerra a la que es difícil encontrar parangón en los anales del terrorismo internacional.
Hoy día existe mucho debate sobre si Cuba debe ser retirada de la lista de países que apoyan el terrorismo. Sólo puedo traer a la mente las palabras de Tácito de que el crimen una vez expuesto sólo tiene refugio en la audacia. Excepto que no está expuesto, gracias a la traición de los intelectuales.
Al asumir la presidencia luego del asesinato, Lyndon B. Johnson relajó el terrorismo, que sin embargo continuó durante la década de 1990. Pero no permitió que Cuba viviera en paz. Explicó al senador Fulbright que si bien no iba a entrar en ninguna operación de Bahía de Cochinos, quería asesoría sobre cómo debemos pincharles las bolas más de lo que lo estamos haciendo. En su comentario, el historiador sobre América Latina Lars Schoultz observa que pinchar las bolas ha sido la política estadunidense desde entonces.
Algunos, sin duda, han sentido que tales métodos delicados no bastan, por ejemplo Alexander Haig, miembro del gabinete de Richard Nixon, quien pidió a ese presidente: Usted ordene y convierto esa pinche isla en estacionamiento.
Su elocuencia captura con vividez la prolongada frustración de los líderes estadunidenses con esa infernal pequeña república cubana, frase de Theodore Roosevelt al desahogar su furia por la resistencia de Cuba a aceptar graciosamente la invasión de 1898 para bloquear su liberación ante España y convertirla en una colonia virtual. Sin duda su valerosa incursión en la colina de San Juan había sido una noble causa (por lo regular se pasa por alto que esos batallones africano-estadunidenses fueron en gran medida responsables de conquistar la colina).
El historiador cubano Louis Pérez escribe que la intervención estadunidense, ensalzada en Estados Unidos como una intervención humanitaria para liberar a Cuba, logró sus objetivos verdaderos: Una guerra cubana de liberación se transformó en una guerra estadunidense de conquista, la guerra entre Estados Unidos y España en la nomenclatura imperial, diseñada para oscurecer la victoria cubana, que fue absorbida rápidamente por la invasión. El desenlace alivió las ansiedades estadunidenses acerca de lo que era anatema para todos los responsables de las políticas estadunidenses desde Thomas Jefferson: la independencia de Cuba.
Cómo han cambiado las cosas en dos siglos.
Ha habido esfuerzos tentativos por mejorar las relaciones en los pasados 50 años, revisados en detalle por William LeoGrande y Peter Kornbluh en su reciente estudio integral, Back Channel to Cuba. Es debatible que debamos sentirnos orgullosos de nosotros por los pasos que Obama ha dado, pero sí son lo correcto, aunque el aplastante bloqueo siga en vigor en desafío a todo el mundo (excepto Israel) y el turismo aún esté prohibido. En su mensaje a la nación en el que anunciaba la nueva política, el presidente dejó en claro que también en otros aspectos el castigo a Cuba por no plegarse a la voluntad y a la violencia de Washington continuará, repitiendo pretextos que son demasiado ridículos para comentarlos.
Sin embargo, son dignas de atención las palabras del presidente, tales como las siguientes: “Orgullosamente, Estados Unidos ha apoyado la democracia y los derechos humanos en Cuba a lo largo de cinco décadas. Lo hemos hecho sobre todo mediante políticas que apuntan a aislar la isla, evitando los viajes y el comercio más básicos que los estadunidenses pueden disfrutar en cualquier otro lugar. Y aunque esta política ha estado fincada en la mejor de las intenciones, ninguna otra nación nos secunda en imponer estas sanciones y ha tenido poco efecto más allá de dar al gobierno cubano una justificación para imponer restricciones a su pueblo… Hoy, les soy sincero: nunca podemos borrar la historia entre nosotros”.
Uno tiene que admirar la asombrosa audacia de esta declaración, que nuevamente hace evocar las palabras de Tácito. Obama sin duda está consciente de la historia verdadera, que no sólo abarca la asesina guerra terrorista y el escandaloso bloqueo económico, sino también la ocupación militar del sureste de Cuba durante más de un siglo, incluyendo su puerto más grande, pese a solicitudes de su gobierno desde la independencia de devolver el territorio robado a punta de pistola, política justificada sólo por la adhesión fanática a bloquear el desarrollo económico de la isla. En comparación, la ilegal anexión de Crimea por Putin parece hasta benigna. La dedicación a la venganza contra los cubanos impúdicos que resisten el dominio estadunidense ha sido tan extrema que incluso se ha contrapuesto a los deseos de normalización de la comunidad de negocios –empresas farmacéuticas, agronegocios, energéticas–, algo inusitado en la política exterior estadunidense. La cruel y vengativa política de Washington ha aislado prácticamente a Estados Unidos en el hemisferio y atraído el desprecio y el ridículo en todo el mundo. A Washington y sus acólitos les gusta fingir que han aislado a Cuba, como Obama expresó, pero la historia muestra con claridad que es Estados Unidos el que está siendo aislado, lo que es probablemente la principal razón de este cambio parcial de curso.
Sin duda, la opinión interna es otro factor en la histórica acción de Obama, aunque el público ha estado durante mucho tiempo en favor de la normalización sin que tenga relevancia. Una encuesta de CNN de 2014 mostró que sólo uno de cada cuatro estadunidenses considera hoy día a Cuba una amenaza seria a Estados Unidos, en comparación con más de dos tercios hace 30 años, cuando Ronald Reagan advertía sobre la grave amenaza a nuestras vidas planteada por la capital de la nuez moscada en el mundo (Granada) y por el ejército nicaragüense, a sólo dos días de marcha de Texas. Ahora que los miedos se han abatido un poco, tal vez podamos relajar ligeramente nuestra vigilancia.
En los extensos comentarios a la decisión de Obama, un tema dominante ha sido que los esfuerzos benignos de Washington por llevar la democracia y los derechos humanos a los sufridos cubanos, manchados sólo por infantiloides rufianes de la CIA, han sido un fracaso. Nuestros nobles objetivos no se alcanzaron, así que se impone un cambio de orden, aun sin desearlo.
¿Fueron un fracaso las políticas? Depende de cuál fuera el objetivo. La respuesta es clara en el registro documental. La amenaza cubana era la ya conocida que aparece en toda la historia de la guerra fría, con muchos precedentes. Fue explicitada con claridad por el gobierno de Kennedy. La preocupación primordial era que Cuba pudiera ser un virus que esparciera el contagio, para tomar prestados los términos de Kissinger sobre el tema de costumbre, en relación con Chile en la era de Allende. Eso se reconoció de inmediato.
Con la intención de enfocar la atención en América Latina, antes de asumir el cargo Kennedy estableció una misión latinoamericana, encabezada por Arthur Schlesinger, quien informó las conclusiones al presidente entrante. La misión advertía sobre la susceptibilidad de los latinoamericanos a la idea de Castro de tomar las cosas en sus propias manos, serio peligro, explicó Schlesinger más adelante, cuando “la distribución de la tierra y otras formas de riqueza nacional favorecen grandemente a las clases propietarias… (y) Los pobres y menos privilegiados, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, demandan ahora oportunidades de una vida decente”.
Schlesinger reiteraba los lamentos del secretario de Estado John Foster Dulles, quien se quejaba al presidente Eisenhower de los peligros representados por los comunistas dentro del mismo Estados Unidos, que eran capaces de ganar control de los movimientos de masas, ventaja injusta que no tenemos capacidad de duplicar.
La razón es que los pobres son a los que convocan, y ellos siempre han querido despojar a los ricos. Es difícil convencer a gente atrasada e ignorante de seguir nuestro principio de que los ricos deben despojar a los pobres.
Otros elaboraron sobre las advertencias de Schlesinger. En julio de 1961, la CIA informó que “la extensa influencia del castrismo no es función del poderío cubano… La sombra de Castro se engrandece porque las condiciones sociales y económicas a lo largo de América Latina invitan a oponerse a la autoridad gobernante y alientan la agitación por el cambio radical”, del cual la Cuba de Castro es un modelo. El Consejo de Planeación de Políticas del Departamento de Estado explicó que “el peligro primordial que enfrentamos con Castro reside… en el impacto que la mera existencia de su régimen ha dejado en muchos países latinoamericanos… El hecho simple es que Castro representa un desafío triunfal a Estados Unidos, una negación de toda nuestra política hemisférica de casi siglo y medio”, desde que la Doctrina Monroe declaró que la intención estadunidense de dominar el hemisferio. Para expresarlo en términos simples, observa el historiador Thomas Paterson, Cuba, como símbolo y realidad, desafió la hegemonía de Estados Unidos en América Latina.
La forma de tratar con un virus que podría extender el contagio es acabar con él e inocular a las víctimas potenciales. Esa razonable política es precisamente la que aplicó Washington, y en términos de sus objetivos primordiales, ha sido muy exitosa. Cuba ha sobrevivido, pero sin la capacidad de alcanzar su temido potencial. Y la región fue inoculada con perversas dictaduras militares para prevenir el contagio, empezando por el golpe militar inspirado por Kennedy que estableció un régimen de Seguridad Nacional de terror y tortura en Brasil poco después del asesinato del presidente estadunidense, régimen al que Washington dio entusiasta bienvenida. Los generales habían llevado a cabo una rebelión democrática, telegrafió el embajador estadunidense Lincoln Gordon. La revolución fue una gran victoria para el mundo libre, que evitó una pérdida total para Occidente de todas las repúblicas sudamericanas, y debía crear un clima grandemente mejorado para las inversiones privadas. Esta revolución democrática fue la victoria más decisiva para la libertad de mediados del siglo XX, sostuvo Gordon, uno de los mayores puntos de quiebre de la historia mundial en ese periodo, que eliminó lo que Washington veía como un clon de Castro.
La plaga se extendió luego por el continente, y culminó en la guerra terrorista de Reagan en Centroamérica y finalmente en el asesinato de seis destacados intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, por un batallón salvadoreño de élite, recién desempacado del entrenamiento en la Escuela de Guerra Especializada JFK en Fort Bragg, siguiendo órdenes del alto mando de asesinarlos junto con cualquier testigo, su ama de llaves y la hija de ella. El 25 aniversario del asesinato acaba de pasar, y fue conmemorado con el silencio que se considera apropiado para nuestros crímenes.
Mucho de esto se aplica asimismo a la guerra de Vietnam, también considerada un fracaso y una derrota. Vietnam en sí no era causa de ninguna inquietud, pero, como revela el registro documental, Washington se preocupaba de que un desarrollo independiente exitoso extendiera el contagio en toda la región y llegara a Indonesia, rica en recursos, y quizá hasta Japón: el superdominó, como lo describió el historiador asiático John Dower, que se pudiera adaptar a un este de Asia independiente y se convirtiera en su centro industrial y tecnológico, al margen del control estadunidense, que construyera un nuevo orden en Asia. Estados Unidos no estaba preparado para perder la fase del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial a principios de la década de 1950, así que se dispuso con rapidez a apoyar la guerra de Francia para reconquistar su antigua colonia, y luego los horrores que siguieron, los cuales se intensificaron cuando Kennedy asumió el cargo, y más tarde sus sucesores.
Vietnam quedó prácticamente destruido: ya no sería modelo para nadie. Y la región fue protegida con la instalación de dictaduras asesinas, muy al modo de América Latina en los mismos años: no es innatural que la política imperial siga líneas similares en diferentes partes del mundo. El caso más importante fue Indonesia, protegida del contagio por el golpe de Suharto de 1965, un pavoroso asesinato en masa, como lo describió con exactitud el New York Times, aunque se unió a la euforia general por un rayo de luz en Asia (el columnista liberal James Reston). En retrospectiva, el consejero de seguridad nacional de Kennedy y Johnson McGeorge Bundy reconoció que nuestro esfuerzo en Vietnam fue excesivo después de 1965, ya con Indonesia fácilmente inoculada.
La guerra de Vietnam es descrita como un fracaso, una derrota estadunidense. En realidad fue una victoria parcial. Estados Unidos no logró su máximo objetivo de convertir a Vietnam en Filipinas, pero las principales preocupaciones fueron superadas, al igual que en Cuba. Tales desenlaces, por tanto, cuentan como derrota, fracaso, decisiones terribles.
La mentalidad imperial es asombrosa de contemplar. Apenas si pasa un día sin nuevas ilustraciones. Podemos añadir el estilo del nuevo movimiento histórico en Cuba, y su recepción, a esa distinguida lista.
El establecimiento de vínculos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba ha sido ensalzado en el mundo como un suceso de importancia histórica. El corresponsal John Lee Anderson, quien ha escrito con perspicacia acerca de la región, sintetiza una reacción general entre los intelectuales liberales cuando escribe, en The New Yorker, que:
Barack Obama ha mostrado que puede actuar como estadista de altura histórica. Y también, en este momento, Raúl Castro. Para los cubanos, este momento será emocionalmente catártico e históricamente transformacional. Durante 50 años su relación con su rico y poderoso vecino norteamericano se ha mantenido congelada en la década de 1960. Hasta un grado surrealista, sus destinos también se congelaron. Para los estadunidenses el suceso es importante también. La paz con Cuba nos devuelve momentáneamente a aquella era dorada en la que Estados Unidos era una nación amada en todo el mundo, cuando un joven y apuesto presidente JFK estaba en el cargo… Antes de Vietnam, de Allende, de Iraq y de todas las miserias, y nos permite sentirnos orgullosos de nosotros mismos por hacer lo correcto.
El pasado no es tan idílico como lo retrata la persistente imagen de Camelot. JFK no fue antes de Vietnam o ni siquiera de Allende o Iraq, pero dejemos eso a un lado. En Vietnam, cuando JFK asumió el cargo, la brutalidad del régimen de Diem impuesto por Washington había finalmente provocado una resistencia nacional que no pudo enfrentar. Kennedy se vio confrontado por lo que llamó un asalto desde adentro, agresión interna, según la interesante frase favorecida por su embajador ante la ONU, Adlai Stevenson.
En consecuencia, Kennedy aumentó de inmediato la intervención estadunidense a la escala de una agresión, ordenando a la Fuerza Aérea bombardear Vietnam del Sur (según límites sudvietnamitas, que no engañaban a nadie), autorizando la guerra química y con napalm para destruir cultivos y ganado, y lanzando programas para llevar a los campesinos a virtuales campos de concentración para protegerlos de los guerrilleros, a quienes Washington sabía que la mayoría de ellos apoyaban.
Hacia 1963, los informes desde el terreno parecían indicar que la guerra de Kennedy triunfaba, pero surgió un grave problema. En agosto, la Casa Blanca se enteró de que el gobierno de Diem buscaba negociaciones con el Norte para poner fin al conflicto.
Si JFK tenía la menor intención de retirarse, eso le habría dado una oportunidad perfecta para hacerlo graciosamente, sin costo político, e incluso afirmando, en el estilo acostumbrado, que fue la fortaleza estadunidense y la defensa de la libertad lo que obligó a los norvietnamitas a rendirse. En cambio, Washington respaldó un golpe militar para instalar halcones militares, más apegados a los compromisos reales de JFK; el presidente Diem y su hermano fueron asesinados en el proceso. Con la victoria en apariencia a la vista, Kennedy aceptó a regañadientes una propuesta del secretario de Defensa Robert McNamara de comenzar el retiro de tropas (NSAM 263), pero con una condición crucial: después de la victoria. Kennedy mantuvo con insistencia esa demanda hasta su asesinato, unas semanas después. Muchas ilusiones se han tejido en torno a esos sucesos, pero se derrumban con rapidez ante el peso del rico registro documental.
La historia en otras partes no fue tan idílica como las leyendas de Camelot. Una de las decisiones de Kennedy que tuvieron mayores consecuencias se dio en 1962, cuando cambió en los hechos la misión de los militares latinoamericanos de la defensa hemisférica –remanente de la Segunda Guerra Mundial– a la seguridad interna, eufemismo para nombrar la guerra contra el enemigo interno, la población. Los resultados fueron descritos por Charles Maechling, quien dirigió la contrainsurgencia estadounidense y la planeación de la defensa interior de 1961 a 1966.
La decisión de Kennedy, escribió, llevó la política estadunidense de la tolerancia a la rapacidad y crueldad de los militares latinoamericanos a la complicidad directa en sus crímenes, al apoyo de los métodos de los escuadrones de exterminio de Heinrich Himmler. Quienes no prefieren lo que el especialista en relaciones internacionales Michael Glennon llamó ignorancia intencional pueden con facilidad aportar los detalles.
En Cuba, Kennedy heredó la política de Eisenhower de bloqueo y planes formales de derrocar al régimen, y con rapidez los intensificó con la invasión de Bahía de Cochinos. El fracaso de la incursión causó algo cercano a la histeria en Washington. En la primera reunión de gabinete después de la fallida invasión, la atmósfera era casi salvaje, observó en privado el subsecretario de Estado Chester Bowles: Hubo una reacción casi frenética a un programa de acción. Kennedy expresó la histeria en sus declaraciones públicas: “Las sociedades complacientes y blandas están a punto de ser eliminadas junto con los desechos de la historia. Sólo los fuertes… tienen la posibilidad de sobrevivir”, dijo a la nación, aunque estaba consciente, según admitió en privado, de que los aliados creen que estamos un poco dementes por el tema de Cuba. No sin razón.
Las acciones de Kennedy eran acordes con sus palabras. Lanzó una campaña terrorista asesina, diseñada para llevar los terrores de la Tierra a Cuba, según la frase de su consejero, el historiador Arthur Schlesinger, en referencia al proyecto asignado por el presidente a su hermano Robert como su más alta prioridad. Aparte de dar muerte a miles de personas junto con una destrucción en gran escala, los terrores de la Tierra fueron un factor principal en poner al mundo al borde de una guerra mundial terminal, como revela un estudio reciente. El gobierno reanudó los ataques terroristas tan pronto como la crisis de los misiles se desactivó.
Una forma común de evadir los temas desagradables es limitarse a las conjuras de la CIA para asesinar a Castro, ridiculizar su absurdo. Existieron, sí, pero fueron apenas un pie de página a la guerra terrorista lanzada por los hermanos Kennedy luego del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos, guerra a la que es difícil encontrar parangón en los anales del terrorismo internacional.
Hoy día existe mucho debate sobre si Cuba debe ser retirada de la lista de países que apoyan el terrorismo. Sólo puedo traer a la mente las palabras de Tácito de que el crimen una vez expuesto sólo tiene refugio en la audacia. Excepto que no está expuesto, gracias a la traición de los intelectuales.
Al asumir la presidencia luego del asesinato, Lyndon B. Johnson relajó el terrorismo, que sin embargo continuó durante la década de 1990. Pero no permitió que Cuba viviera en paz. Explicó al senador Fulbright que si bien no iba a entrar en ninguna operación de Bahía de Cochinos, quería asesoría sobre cómo debemos pincharles las bolas más de lo que lo estamos haciendo. En su comentario, el historiador sobre América Latina Lars Schoultz observa que pinchar las bolas ha sido la política estadunidense desde entonces.
Algunos, sin duda, han sentido que tales métodos delicados no bastan, por ejemplo Alexander Haig, miembro del gabinete de Richard Nixon, quien pidió a ese presidente: Usted ordene y convierto esa pinche isla en estacionamiento.
Su elocuencia captura con vividez la prolongada frustración de los líderes estadunidenses con esa infernal pequeña república cubana, frase de Theodore Roosevelt al desahogar su furia por la resistencia de Cuba a aceptar graciosamente la invasión de 1898 para bloquear su liberación ante España y convertirla en una colonia virtual. Sin duda su valerosa incursión en la colina de San Juan había sido una noble causa (por lo regular se pasa por alto que esos batallones africano-estadunidenses fueron en gran medida responsables de conquistar la colina).
El historiador cubano Louis Pérez escribe que la intervención estadunidense, ensalzada en Estados Unidos como una intervención humanitaria para liberar a Cuba, logró sus objetivos verdaderos: Una guerra cubana de liberación se transformó en una guerra estadunidense de conquista, la guerra entre Estados Unidos y España en la nomenclatura imperial, diseñada para oscurecer la victoria cubana, que fue absorbida rápidamente por la invasión. El desenlace alivió las ansiedades estadunidenses acerca de lo que era anatema para todos los responsables de las políticas estadunidenses desde Thomas Jefferson: la independencia de Cuba.
Cómo han cambiado las cosas en dos siglos.
Ha habido esfuerzos tentativos por mejorar las relaciones en los pasados 50 años, revisados en detalle por William LeoGrande y Peter Kornbluh en su reciente estudio integral, Back Channel to Cuba. Es debatible que debamos sentirnos orgullosos de nosotros por los pasos que Obama ha dado, pero sí son lo correcto, aunque el aplastante bloqueo siga en vigor en desafío a todo el mundo (excepto Israel) y el turismo aún esté prohibido. En su mensaje a la nación en el que anunciaba la nueva política, el presidente dejó en claro que también en otros aspectos el castigo a Cuba por no plegarse a la voluntad y a la violencia de Washington continuará, repitiendo pretextos que son demasiado ridículos para comentarlos.
Sin embargo, son dignas de atención las palabras del presidente, tales como las siguientes: “Orgullosamente, Estados Unidos ha apoyado la democracia y los derechos humanos en Cuba a lo largo de cinco décadas. Lo hemos hecho sobre todo mediante políticas que apuntan a aislar la isla, evitando los viajes y el comercio más básicos que los estadunidenses pueden disfrutar en cualquier otro lugar. Y aunque esta política ha estado fincada en la mejor de las intenciones, ninguna otra nación nos secunda en imponer estas sanciones y ha tenido poco efecto más allá de dar al gobierno cubano una justificación para imponer restricciones a su pueblo… Hoy, les soy sincero: nunca podemos borrar la historia entre nosotros”.
Uno tiene que admirar la asombrosa audacia de esta declaración, que nuevamente hace evocar las palabras de Tácito. Obama sin duda está consciente de la historia verdadera, que no sólo abarca la asesina guerra terrorista y el escandaloso bloqueo económico, sino también la ocupación militar del sureste de Cuba durante más de un siglo, incluyendo su puerto más grande, pese a solicitudes de su gobierno desde la independencia de devolver el territorio robado a punta de pistola, política justificada sólo por la adhesión fanática a bloquear el desarrollo económico de la isla. En comparación, la ilegal anexión de Crimea por Putin parece hasta benigna. La dedicación a la venganza contra los cubanos impúdicos que resisten el dominio estadunidense ha sido tan extrema que incluso se ha contrapuesto a los deseos de normalización de la comunidad de negocios –empresas farmacéuticas, agronegocios, energéticas–, algo inusitado en la política exterior estadunidense. La cruel y vengativa política de Washington ha aislado prácticamente a Estados Unidos en el hemisferio y atraído el desprecio y el ridículo en todo el mundo. A Washington y sus acólitos les gusta fingir que han aislado a Cuba, como Obama expresó, pero la historia muestra con claridad que es Estados Unidos el que está siendo aislado, lo que es probablemente la principal razón de este cambio parcial de curso.
Sin duda, la opinión interna es otro factor en la histórica acción de Obama, aunque el público ha estado durante mucho tiempo en favor de la normalización sin que tenga relevancia. Una encuesta de CNN de 2014 mostró que sólo uno de cada cuatro estadunidenses considera hoy día a Cuba una amenaza seria a Estados Unidos, en comparación con más de dos tercios hace 30 años, cuando Ronald Reagan advertía sobre la grave amenaza a nuestras vidas planteada por la capital de la nuez moscada en el mundo (Granada) y por el ejército nicaragüense, a sólo dos días de marcha de Texas. Ahora que los miedos se han abatido un poco, tal vez podamos relajar ligeramente nuestra vigilancia.
En los extensos comentarios a la decisión de Obama, un tema dominante ha sido que los esfuerzos benignos de Washington por llevar la democracia y los derechos humanos a los sufridos cubanos, manchados sólo por infantiloides rufianes de la CIA, han sido un fracaso. Nuestros nobles objetivos no se alcanzaron, así que se impone un cambio de orden, aun sin desearlo.
¿Fueron un fracaso las políticas? Depende de cuál fuera el objetivo. La respuesta es clara en el registro documental. La amenaza cubana era la ya conocida que aparece en toda la historia de la guerra fría, con muchos precedentes. Fue explicitada con claridad por el gobierno de Kennedy. La preocupación primordial era que Cuba pudiera ser un virus que esparciera el contagio, para tomar prestados los términos de Kissinger sobre el tema de costumbre, en relación con Chile en la era de Allende. Eso se reconoció de inmediato.
Con la intención de enfocar la atención en América Latina, antes de asumir el cargo Kennedy estableció una misión latinoamericana, encabezada por Arthur Schlesinger, quien informó las conclusiones al presidente entrante. La misión advertía sobre la susceptibilidad de los latinoamericanos a la idea de Castro de tomar las cosas en sus propias manos, serio peligro, explicó Schlesinger más adelante, cuando “la distribución de la tierra y otras formas de riqueza nacional favorecen grandemente a las clases propietarias… (y) Los pobres y menos privilegiados, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, demandan ahora oportunidades de una vida decente”.
Schlesinger reiteraba los lamentos del secretario de Estado John Foster Dulles, quien se quejaba al presidente Eisenhower de los peligros representados por los comunistas dentro del mismo Estados Unidos, que eran capaces de ganar control de los movimientos de masas, ventaja injusta que no tenemos capacidad de duplicar.
La razón es que los pobres son a los que convocan, y ellos siempre han querido despojar a los ricos. Es difícil convencer a gente atrasada e ignorante de seguir nuestro principio de que los ricos deben despojar a los pobres.
Otros elaboraron sobre las advertencias de Schlesinger. En julio de 1961, la CIA informó que “la extensa influencia del castrismo no es función del poderío cubano… La sombra de Castro se engrandece porque las condiciones sociales y económicas a lo largo de América Latina invitan a oponerse a la autoridad gobernante y alientan la agitación por el cambio radical”, del cual la Cuba de Castro es un modelo. El Consejo de Planeación de Políticas del Departamento de Estado explicó que “el peligro primordial que enfrentamos con Castro reside… en el impacto que la mera existencia de su régimen ha dejado en muchos países latinoamericanos… El hecho simple es que Castro representa un desafío triunfal a Estados Unidos, una negación de toda nuestra política hemisférica de casi siglo y medio”, desde que la Doctrina Monroe declaró que la intención estadunidense de dominar el hemisferio. Para expresarlo en términos simples, observa el historiador Thomas Paterson, Cuba, como símbolo y realidad, desafió la hegemonía de Estados Unidos en América Latina.
La forma de tratar con un virus que podría extender el contagio es acabar con él e inocular a las víctimas potenciales. Esa razonable política es precisamente la que aplicó Washington, y en términos de sus objetivos primordiales, ha sido muy exitosa. Cuba ha sobrevivido, pero sin la capacidad de alcanzar su temido potencial. Y la región fue inoculada con perversas dictaduras militares para prevenir el contagio, empezando por el golpe militar inspirado por Kennedy que estableció un régimen de Seguridad Nacional de terror y tortura en Brasil poco después del asesinato del presidente estadunidense, régimen al que Washington dio entusiasta bienvenida. Los generales habían llevado a cabo una rebelión democrática, telegrafió el embajador estadunidense Lincoln Gordon. La revolución fue una gran victoria para el mundo libre, que evitó una pérdida total para Occidente de todas las repúblicas sudamericanas, y debía crear un clima grandemente mejorado para las inversiones privadas. Esta revolución democrática fue la victoria más decisiva para la libertad de mediados del siglo XX, sostuvo Gordon, uno de los mayores puntos de quiebre de la historia mundial en ese periodo, que eliminó lo que Washington veía como un clon de Castro.
La plaga se extendió luego por el continente, y culminó en la guerra terrorista de Reagan en Centroamérica y finalmente en el asesinato de seis destacados intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, por un batallón salvadoreño de élite, recién desempacado del entrenamiento en la Escuela de Guerra Especializada JFK en Fort Bragg, siguiendo órdenes del alto mando de asesinarlos junto con cualquier testigo, su ama de llaves y la hija de ella. El 25 aniversario del asesinato acaba de pasar, y fue conmemorado con el silencio que se considera apropiado para nuestros crímenes.
Mucho de esto se aplica asimismo a la guerra de Vietnam, también considerada un fracaso y una derrota. Vietnam en sí no era causa de ninguna inquietud, pero, como revela el registro documental, Washington se preocupaba de que un desarrollo independiente exitoso extendiera el contagio en toda la región y llegara a Indonesia, rica en recursos, y quizá hasta Japón: el superdominó, como lo describió el historiador asiático John Dower, que se pudiera adaptar a un este de Asia independiente y se convirtiera en su centro industrial y tecnológico, al margen del control estadunidense, que construyera un nuevo orden en Asia. Estados Unidos no estaba preparado para perder la fase del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial a principios de la década de 1950, así que se dispuso con rapidez a apoyar la guerra de Francia para reconquistar su antigua colonia, y luego los horrores que siguieron, los cuales se intensificaron cuando Kennedy asumió el cargo, y más tarde sus sucesores.
Vietnam quedó prácticamente destruido: ya no sería modelo para nadie. Y la región fue protegida con la instalación de dictaduras asesinas, muy al modo de América Latina en los mismos años: no es innatural que la política imperial siga líneas similares en diferentes partes del mundo. El caso más importante fue Indonesia, protegida del contagio por el golpe de Suharto de 1965, un pavoroso asesinato en masa, como lo describió con exactitud el New York Times, aunque se unió a la euforia general por un rayo de luz en Asia (el columnista liberal James Reston). En retrospectiva, el consejero de seguridad nacional de Kennedy y Johnson McGeorge Bundy reconoció que nuestro esfuerzo en Vietnam fue excesivo después de 1965, ya con Indonesia fácilmente inoculada.
La guerra de Vietnam es descrita como un fracaso, una derrota estadunidense. En realidad fue una victoria parcial. Estados Unidos no logró su máximo objetivo de convertir a Vietnam en Filipinas, pero las principales preocupaciones fueron superadas, al igual que en Cuba. Tales desenlaces, por tanto, cuentan como derrota, fracaso, decisiones terribles.
La mentalidad imperial es asombrosa de contemplar. Apenas si pasa un día sin nuevas ilustraciones. Podemos añadir el estilo del nuevo movimiento histórico en Cuba, y su recepción, a esa distinguida lista.
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