Periodista "de facto", José Roberto Duque. (Foto: Archivo).
YVKE Mundial/ José Roberto Duque
Usted tiene derecho a detestarnos a los chavistas y al chavismo, y a expresarlo públicamente. Tiene derecho a hablar mal del Gobierno, a decir lo que piensa de las cosas que se están haciendo mal y a promover a los sujetos que, según usted, lo harían mejor si llegaran a estar al frente delGobierno. Pero hay circunstancias en que su opinión deja de ser ese simple y legítimo ejercicio de libertad para echar el discurso que le dé la gana, y pasa a reflejar cosas graves de sus adentros.
El síntoma principal de esa cosa horrenda que lo carcome es la negativa a admitir que tenemos un país estremecido pero funcionando, un proyecto bombardeado pero en marcha, y un Gobierno en funciones que es más fácil y preferible perfeccionar antes que derrocarlo o, en caso de que usted sea esa clase de chavistas que se arrepintieron de serlo o no comprendieron de qué se trataba, darle la espalda a ver si el fascismo le hace la segunda de destruirlo por usted.
He visto y oído a varias docenas de esos pacientes en acción: personas a quien les están regalando una casa y al día siguiente salen dispuestas a conspirar contra el Gobierno que se la acaba de regalar. Pero los casos más estremecedores, por incomprensibles o insólitos, los desmenucé y los palpé desde adentro hace tres años, por allá por La Habana.
En ese momento (2012) andaba por los hospitales habaneros buscando historias con qué alimentar el libro Historias Sobrevivientes, un compendio de relatos rotundos, insólitos, más parecidos a novelas que a casos clínicos (y sociales) padecidos por gente nuestra, gente venezolana sencilla, muy pobre la mayoría.
Allá en La Pradera me topé con este tipo de historias: el niño de 4 años cuyo rancho se incendió mientras él estaba adentro con su primo epiléptico; el chamo intentó salvar al primo pero no pudo lograrlo. Quedó con 90 por ciento de su cuerpo quemado y allá estaba en Cuba, recobrando algo de su aspecto físico a punta de operaciones. El soldador submarino de buques, a quien una vez le ordenaron soldar una pieza en un mástil y cayó, desde una altura de cinco metros, ensartado en una viga de hierro que le entró por la espalda y le salió por el abdomen. Lo vi en Cuba, recuperándose y esperando por una intervención que le hacía falta. Una intervención gratis: en Venezuela las clínicas privadas lo remendaron hasta sacarle el último centavo que tenía, y cuando ya no pudo pagar más lo mandaron a pudrirse en la calle.
Allá me encontré con el agricultor de Acarigua a quien un rival le disparó con una escopeta en la cara; los médicos cubanos han logrado hacerle recuperar el aspecto humano a su rostro. Y en general, me topé con relatos y vidas que tenían un denominador común: el capitalismo los lesionó o destruyó de alguna manera y les cobró por tratar de curarlos; llegaron a Cuba con apenas una esperanza y unos gramos de dignidad, y allá salvaron sus vidas o estaban en proceso de salvarlas. Sin que tuvieran que pagar un solo centavo de nada por curarse, operarse, alojarse y comer tres (a veces cuatro) veces al día con sus acompañantes. Fidel y Chávez firmaron en el año 2000 el convenio que todavía sigue salvando y dignificando vidas.
En ese escenario lleno de gente que antes de viajar a la isla parecía derrotada, pero que poco a poco estaba saliendo del abismo gracias a dos revoluciones, me encontré con la más alta expresión de la enfermedad incurable que es la ceguera por odio, por ignorancia o por puritas ganas de joder. Gente que, por ejemplo, estaba viendo la televisión, y que cuando anunciaban que comenzaba la transmisión de "Aló, Presidente" (la televisión cubana lo retransmitía) apagaban de mala gana el aparato con el comentario: "Ya viene este loco de mierda a hablar paja".
Usted puede salvarse de morir de cáncer, aplasia medular o de una viga que le atraviese el cuerpo. Pero de esa enfermedad terrible que lo empuja a no querer, poder ni saber admitir que hay indicios, evidencias, señales de que hay un Gobierno que funciona (una prueba de ello es que está salvándole la vida a usted o a su hijo); de esa mierda, hermano, usted no se va a salvar. Porque pase lo que pase en el país, llegue el Gobierno que llegue u ocurra el milagro o cataclismo que sea, usted ya se murió, ya se está pudriendo, ya no es un ser capaz de comprender nada.
***
De regreso a Venezuela le comenté estas cosas a mucha gente, pero no quise hacerlo a modo de denuncia contra nadie en particular. Jhonny Ramos, el coordinador del Convenio de Salud Cuba-Venezuela, se me adelantó después y estuvo hablándome de esto: dijo que sí, que tenían noticias y altercados suficientes que revelaban este raro drama, y que la posición de los gobiernos de Cuba y Venezuela al respecto era... no hacer nada al respecto. Que garantizar la salud de los venezolanos era una política de Estado y no había razón alguna para negarle ese derecho al pueblo antichavista. Me dijo Jhonny: "Fíjate bien y verás en que no hay ninguna política del Gobierno donde no haya gente más dispuesta a criticar y exigir que a agradecer".
Y sí, le compré el discurso de la inclusión. Y me dediqué a fijarme en los síntomas del odio entre los incluidos y también entre los autoexcluidos.
A algunos de esos infectados crónicos soy capaz de comprenderlos. Por ejemplo, a los que se enamoraron del poder y creen que el mundo está diseñado para que sólo ellos puedan ejercerlo: el poder empresarial tiene buenos motivos para odiarnos y pretender nuestro aniquilamiento. Comprendo y reconozco con naturalidad que alguien que no se ha movido de su urbanización sifrina, como no sea para ir a Miami, crea que el país dejó de funcionar y que basta asomarse fuera de Caracas para descubrir un cementerio putrefacto. Comprendo al paranoico que se enfermó con los medios de los empresarios y ahora sigue enfermándose por las redes sociales: esos que ven una foto de la I Guerra Mundial y si alguien le dice que es una imagen de un campo de concentración en Venezuela es capaz de creerlo y difundirlo.
Pero al que no comprendo, o quizá estoy comenzando a comprenderlo a causa de su dolencia cerebral o espiritual, es a aquel que está viendo cómo ocurre una Revolución, alguien que ha visto y sentido el país desde sus planos más íntimos, y de pronto viene a mentirme diciendo que en esos recorridos y viajes lo que ha visto es postración, depresión y cero transformaciones revolucionarias.
Desde aquel tiempo en que andábamos ejercitando las definiciones primordiales para desenvolvernos en esto que llaman "Revolución Bolivariana" lo hemos tenido claro:
1) Gobierno Bolivariano, Proceso y Revolución son tres cosas distintas;
2) el sujeto y actor principal en una revolución es el Pueblo. Entiéndase por Pueblo a la gente empobrecida por siglos de explotación. Chávez no nos prometió hacernos una revolución para llevárnosla a la casa envuelta en papel de regalo: nos invitó a todos a hacerla. Los órganos del Gobierno han subvertido al Estado de forma tal que a los ciudadanos nos sea viable hacer una Revolución, esa es su misión. Pero el que está esperando que el Gobierno le haga la Revolución está pelando bolas;
3) en Democracia Participativa y Protagónica usted hace O AL MENOS DISCUTE en su comunidad (territorial o temática), junto con su gente, lo que en un tiempo convencional usted le exigía al Gobierno que hiciera por usted (decidir cómo producir alimentos, construir viviendas, producir vestido y calzado; cómo formarse usted y a los venezolanos del futuro, cómo darnos seguridad, rescatar de la historia del pueblo);
4) los venezolanos vivientes no alcanzaremos a vivir el socialismo ni la sociedad que vendrá; nosotros apenas estamos batiendo la mezcla para empezar a pegar unos pocos ladrillos. Pero aún así, tengamos Gobierno aliado o Gobierno hostil en Miraflores, nuestra misión es seguir haciendo la Revolución.
Si usted en 1998, 2000 ó 2002/2003 (oportunidades cruciales de la historia para embarcarnos sin regreso en el autobús del chavismo) agarró esas simples premisas y las internalizó (mejor: las discutió y después internalizó el resultado de su discusión) no debería andar a estas alturas confundido ni pesimista porque nos estén atacando y dándonos en la madre, sino activado en la perra calle a ver si el enemigo de verdad duerme como ronca. A menos que se haya contagiado de la enfermedad incurable que nos ocupa y ande caminando los sombríos territorios del pánico y las ganas de echarse la culpa por anotarse con la gente que quiere construir otra sociedad.
Usted también tiene derecho al miedo y al pánico, así que actúe como los temblores de su cuerpo se lo indiquen. Así que puede abandonarnos, atacarnos o huir. Pero nunca jamás diga que en este país no está ocurriendo una Revolución, porque sus propias huellas que abandonan el barco indican que sí, que hay una que todo lo viene triturando, entre esas cosas su vencido estado de ánimo.
El enemigo está cumpliendo su misión, que es disparar para acá y tratar de despedazarnos. La nuestra parece un poco más difícil y rebuscada: tenemos que esquivar las balas, disparar para allá, apagar los incendios de aquí adentro, entender que no hemos rebasado el tiempo de la destrucción del capitalismo pero al mismo tiempo ir construyendo o levantando las bases de lo que viene.
Con los enemigos conscientes de su rol histórico es fácil lidiar; con los incurables uno no sabe si confrontarlos o dejarlos morir su muerte lenta. Ayúdenme con esa reflexión.
/N.A
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