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La Columna de Amy Goodman. Deportar a un activista kurdo a Turquía es un acto terrorista

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Publicado el 8 de enero de 2016
Amy Goodman y Denis Moynihan
En la pintoresca localidad turística de Harbert, Michigan, se encuentra un modesto restaurante cuyo propietario y administrador es considerado un hombre fundamental en su comunidad. Cafe Gulistan es propiedad de Ibrahim Parlak, a todas luces, un clásico ejemplo de la historia exitosa de un inmigrante. Aunque hay un problema: el Gobierno de Estados Unidos está intentando deportarlo a Turquía, donde teme, con razón, que puede ser enviado a prisión, torturado y posiblemente asesinado. Después de haber vivido 25 años en Estados Unidos, le quedan alrededor de 75 días para impugnar su deportación.

Ibrahim Parlak es kurdo, nació en la región de Anatolia, Turquía, en 1962. Su infancia estuvo marcada por la creciente represión del Gobierno turco contra la minoría étnica kurda. Turquía prohibió que se hablara el idioma kurdo, así como las expresiones culturales kurdas e intentó integrar por la fuerza a la población kurda para destruir su patrimonio cultural. Parte de la resistencia a esta integración forzada incluyó manifestaciones y organización comunitaria, pero también, en la década de 1980, la resistencia armada del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK). En su adolescencia, a finales de la década de 1970, Ibrahim Parlak fue enviado a prisión por tres meses por haber participado en manifestaciones pacíficas. Más tarde, se mudó a Alemania para evitar la represión del Gobierno turco. Durante su estadía en eses país, siguió siendo un miembro activo del movimiento por la autonomía kurda: organizó actividades culturales y recaudó fondos para el brazo político, no militar del PKK, conocido como Frente Nacional de Liberación de Kurdistán. Tras siete años en Alemania, Parlak decidió que podría apoyar mejor la causa kurda desde su Kurdistan natal.
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© 2015 Amy Goodman